Grietas y sombras
Grietas y
sombras
Laura estaba en un aprieto. Normalmente, era capaz de evitar estos
problemas antes de que escalaran a este nivel, pero la vida es una sumatoria de
sucesos que no siempre se pueden predecir.
Su problema empezó cuando comenzó a ir a la escuela. O quizás fue antes,
cuando empezó a caminar. O quizás todavía antes que eso, tal vez cuando recién
empezaba a gatear. En fin, la cosa es que, cuando empezó a la escuela, comenzó
a notarlas. A las sombras. Al principio, como a todo chico, le hacían gracia
verlas moverse de manera tan rara cuando pisaba las rayas de la vereda o las grietas
de las baldosas rotas del patio del jardín. No fue hasta tercer grado que
realmente se percató que la cosa no era tan inocente como creía.
Como toda primaria de barrio del conurbano, las obras siempre
estaban a medio terminar al empezar el nuevo ciclo lectivo. Entre los problemas
de agua, calefacción, baños rotos y aulas sin electricidad, había quedado un pozo
ciego apenas tapado con una chapa, justo entre un árbol maltrecho y en el límite
de las baldosas de la porción del patio que se había edificado. Alrededor de
ese cuadrado de cemento, era tierra pura, gastada por los pies de los cientos
de estudiantes. La cuestión fue que Laura estaba saltando sobre las rayas, como
acostumbraba, y mientras veía a las sombras dar saltos cada vez que caía sobre
una. Fue entonces cuando, entre el griterío del recreo, el chillido de una nena
de primer grado atrajo su atención. La nena gritaba, con un pie a medio meter
bajo la chapa, pidiendo auxilio. Tras unos minutos, varios nenes se habían
juntado y tiraban de la nena, sin poder sacarla. Laura se quedó helada: las
sombras se habían envuelto alrededor de la pierna de la nena, similar a cuando
te enredas con una la sábana y no podés salir de la cama. Se agitaban de manera
extraña, y algo le dijo que debía mirar hacia abajo, al suelo. Se dio cuenta de
que estaba pisando una enorme grieta del suelo. Apartó los pies, y entonces fue
como si un velo se levantara. Los demás chicos liberaron a la nena, que se fue
corriendo y llorando con sus amigas, en busca de la maestra. Antes de que
pudiera siquiera intentar seguirlas, sonó el timbre, y todos los nenes
volvieron a sus aulas, comentando lo raro de todo, y que como que algo
tiraba de la nena y no la soltaba. Laura sintió un escalofrío al sentarse sobre
su banco, a pesar de que era marzo y el verano todavía no quería irse. Nadie,
aparte de ella, notaba a las sombras agitarse, y nadie le creía lo que había
visto. Eran pavadas que pasaban en la tele, eso no pasa en la vida real, le
decían los otros chicos.
Desde entonces, comenzó a tener mucho cuidado con donde pisaba,
tomando la costumbre de caminar mirando siempre al suelo. A pesar de que su mamá
la retaba diciéndole que se le iba a hacer una joroba, o se llevaba por delante
a las personas, no dejaba de mirar el suelo. Era la única manera de mantenerlas
a raya, y no le importaba que la tildaran de loquita, o de rara.
Pero hete aquí que las cosas, a pesar de que con cierto esfuerzo habían
ido bien, durante aquel paseo a la ciudad, al bajar a esa estación de subte, se
complicaron. Las pequeñas baldosas, viejas y desgastadas, estaban llenas de
grietas, y Laura se mordió los labios, agobiada. Ya se había ligado un tirón de
pelo por andar a los saltos por las veredas, retrasando a la familia y sumando
el peligro de caerse. Su madre la obligó a bajar por las escaleras mecánicas y
esperar en el andén, parada justo sobre una baldosa partida. Desde la pared, un
unicornio, un fauno y una liebre estiraban sus lenguas, como burlándose de su suplicio.
Mientras el subte del andén del frente se marchaba, lanzando su normal aullido,
un sudor frío le recorrió la frente, palideciendo tanto, que parecía enferma.
Su hermano le dijo que era una cagona pero, al tener la garganta tan seca, fue
incapaz de responderle.
El tren llegó, y su madre la arrastró con fuerza a través de la
gente que se bajaba y la que se subía. Cerró los ojos, mientras trataba de
ignorar cómo las sombras del túnel estiraban sus largos dedos, ansiosas por al
fin poder atraparla.
El timbre de cierre de puerta sonó y la mole de metal y vidrio
comenzó a marchar, y Laura fijó su mirada en un cartel donde una caricatura
sonriente hablaba sobre descuentos. La luz del vagón titilaba. Un niño repartía
estampitas y un vendedor pasaba anunciando pan casero. El vagón se sacudió, y
la luz se apagó.
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