EL PORTON DEL FONDO


EL PORTÓN DEL FONDO

 

En el fondo del patio de la casa de los abuelos, allá en el pueblo, había un viejo portón. Semi escondido entre los pastos crecidos, los arbustos llenos de abejas, y otras alimañas. Todos sabían que allí estaba, aunque simularan no verlo. Durante las vacaciones de verano, la división de grupos era la siguiente: mi mamá se sentaba a conversar con las tías, cotorreando sobre aquella que estaba vetada de las reuniones familiares, esa que nunca le dio hijos al marido y la que no se comportaba como “una buena señora de su casa”. Los varones de la casa, por su lado, se reunían el otro extremo de la casa, tomando una cerveza o vino, para charlar rememorando infancias, discutir sobre política o celebrar que el mundial Maradona les hizo el gol a los ingleses. Entre tanto, nosotros, los niños, nos reuníamos en el patio, mientras pasábamos las horas muertas jugando con agua, tirando piedras o alguna tontería que en la ciudad no era costumbre. A veces, nos íbamos a darle de comer a los caballos del vecino, o espiar a la vieja sola de una casa desvencijada, sobre la cual muchos decían que estaba loca.

Recuerdo que, la primera vez que reparé en aquel portón, habré tenido unos nueve años, y lo hice porque una pelota se nos fue lejos, y mi prima me lanzó un grito cuando me le acerqué demasiado.

–No te acerques ahí–, dijo, corriendo a mi lado y tirándome de la mano.

–¿Qué pasa? – Volví la mirada, y noté que en uno de los arbustos había montones de avispas. Les tenía (y sigo teniendo) terror, por lo cual apuré el paso para regresar a la casa.

–Nunca te acerques a ese portón–, especificó en voz baja, como cuando se habla de aquello que no debe decirse.

Fruncí el ceño, a pesar de que mi mamá me vivía diciendo que no lo hiciera, porque se me iba a quedar marcada la cara.

–¿Por qué?

–Ahí está el diablo.

Me sonó tan ridículo que no pude evitar una carcajada, ¿el diablo? Volví a mirar el portón, incrédulo. En ese momento, pensé que era algo típico de las provincias, donde siempre las cosas malas pasan por motivos sobrenaturales. Yo, como todo chico de suburbio, carecía de la imaginación de mi parienta y sabía que, si algo malo pasaba, era por acción de los hombres, no por intervención divina o algo por el estilo.

–No digas pavadas–, le dije.

Me pellizcó el brazo, dejándome una marca profunda con su uña sucia. El odio de su mirada, normalmente dulce, me sorprendió.

–Qué sabrás vos, porteñito.

–¡No soy porteño, soy bonaerense!

–¡Dejá de pelear con tu prima! – me gritó mi mamá, mientras salía al patio. La severidad de su mirada, que guardaba la promesa de un castigo, bastaba para que cerrara la boca. Mi prima se escabulló con una sonrisa maliciosa en los labios, mientras yo recibía un tirón de pelos.

–¡Yo no hice nada! ¡Sólo dije que el diablo no puede estar allá!

Señalé con el dedo el portón apenas visible. Mamá miró por un largo minuto la desvencijada puerta, casi sin respirar. Al fin, tragó saliva y me tomó del hombro.

–Ni se te ocurra acercarte a eso, ¿me oíste? Está lleno de víboras, por eso dicen que está el diablo. Cuando era novia de tu papá, un nene se acercó y lo picaron, y por eso se murió antes de que lo pudieran llevar al hospital.

La casa de los abuelos estaba retirada de los centros urbanos, así que una emergencia era un tema complicado de asistir, en especial cuando no se tenía coche. Me imaginé al chico ponerse azul, como en las películas que había visto, y sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

Llegó la noche previa al regreso a casa, y hacía un calor terrible. Para colmo, la luz se había cortado, por lo cual me era imposible conciliar el sueño, agregando la molestia de los mosquitos, los cantos de las cigarras como si fuera plena tarde, y los gatos, maullando en el patio. Escuché a la abuela salir a espantarlos a escobazos pero, al poco rato, el abuelo la llamó con un tono apremiante que nunca le había escuchado usar.

–Pero ¿qué estás haciendo? – susurró él– ¿Te volviste loca?

–¡Esos gatos me tienen harta! – dijo ella, golpeando el suelo cuando otro de los gatos soltó un profundo maullido.

–¡Dejalos en paz! – silbó el abuelo, y oí como arrojaba algo a un lado, seguramente la escoba– ¿No entendés que son necesarios?

La curiosidad me pudo, y aparté la cortina de la ventana contra la que daba la cama en donde descansaba. La noche era clara gracias a la brillante luna llena, por lo cual pude verlos con bastante claridad: el abuelo con su camiseta y pantalones cortos, la abuela con su camisón y desabillé, mirando hacia el fondo, donde las sombras de los gatos, pequeños bultos oscuros y escurridizos, saltaban de un lado al otro, mientras me pareció que algo brillaba. Los abuelos hablaron entre ellos en voz baja, y luego se metieron en la casa, cerrando con cuidado la puerta a la cual nunca le ponían llave. Esperé un largo rato, escuchando los ronquidos de mis padres y los mosquitos silbarme en la oreja, a pesar del espiral que habíamos encendido y del repelente que me había puesto.

Cuando al fin tuve la seguridad de no ser descubierto, me levanté y, con cuidado, salí de la habitación, atento a cualquier movimiento, con la excusa lista en caso de ser descubierto: diría que iba al baño, el cual estaba separado de la casa. Pasé junto a la habitación de la abuela, notando cómo el resplandor de una vela iluminaba el borde de la puerta. Me detuve a escuchar, y pude oírla susurrar fragmentos de un padrenuestro.

Salí al patio, e inhalé el aire limpio. A la distancia, un gato lanzó un profundo y largo aullido, que más parecía el lamento de un anima que el normal sonido que acostumbraba a escuchar en el barrio. Bajo la luz de la luna, los numerosos felinos seguían dando saltos y correteaban, para terminar por internarse en el alto pastizal del fondo.

Recuerdo que me sequé el sudor de la frente, mientras sentía escalofríos en los brazos y las piernas. Allí, al fondo, apenas visible, podía ver cómo el viejo portón brillaba por si mismo, ya que la luz de la luna no le llegaba por la densidad de la vegetación que lo rodeaba. Lentamente, me acerqué, mientras la cabeza me palpitaba como si un martillo me golpeara desde dentro del cráneo. Cerré los ojos y me sequé una lágrima caliente. Volví a avanzar, ignorando cómo los árboles eran sacudidos por un repentino viento, y uno los arbustos espinosos rasgarme los brazos desnudos.

Los gatos volvieron a maullar y gemir con fuerza. Fue cuando, al fin, me detuve, para admirar el desvencijado portón, que apenas se sostenía de un viejo poste. Más allá de su límite, el monte se hacía mucho más frondoso, y la luz de la luna apenas si lograba filtrarse por entre los árboles, los cuales parecían oscuras y siniestras moles. Los gatos me habían rodeado, sacudiendo sus peludas colas, mientras algunos iban y venían, sin apartar sus brillantes ojos del abandonado portón, maullando sin cesar. El viento sacudió las ramas otra vez, dejando que la luz de la luna penetrara y, entonces, le vi. Sentada al otro lado de la puerta, había una oscura figura de ojos rojos, que me miraba mientras sonreía con lascivia. La cabeza me volvió a palpitar con fuerza, y el escalofrío se comenzó a convertir en espasmos que amenazaron con hacerme caer, pero ellos no me dejaron caer. Los gatos se pararon delante de mí, con los lomos erizados y bufando, enfrentando a aquella sombra que esperaba que me atreviera a cruzar su portal. La figura pareció erguirse y acercarse, mientras el brillo de desvencijado portón se me hacía cada vez más y más brillante, obligándome a apartar la mirada. Sólo era capaz de sentir los intensos latidos de mi corazón, mientras el coro felino no cejaba en mantener a raya a aquella figura.

–¡Pero qué hacés!

Me costó reconocer la voz del abuelo por encima de todo aquel ruido ensrodecedor. Mareado por el calor y la migraña, a duras penas abrí los ojos para mirarlo, mientras me daba cuenta de que me sostenía de los brazos y me arrastraba en dirección a la casa. Me volví a mirar el viejo portón, pero tanto como su extraño brillo y los gatos habían desaparecido. Alcé la mirada al cielo, el cual se había ennegrecido por densas nubes. En la punta de la lengua, percibí cómo la humedad se hacía cada vez más intensa: la lluvia no tardaría en llegar a aliviar el intenso calor.

A la mañana siguiente, mientras terminábamos de guardar las cosas y desayunamos unos mates, el abuelo no dijo nada sobre mi escapada nocturna, y creo que fue la única vez en que coincidimos en algo. Mamá no dejaba de atosigar a papá conque no se olvidase de nada, mientras una cortina de lluvia cubría el mundo. Yo me comporté como el hijo mas obediente del mundo, salvo cuando me preguntó por los arañazos que tenía en los brazos. Le dije que había intentado agarrar al gato de la casa, un viejo macho marcado por una vida de batallas y de lo más huraño, por lo cual me gané un reto.

Ese verano fue el último que pasé en aquella casa. Los abuelos enfermaron de repente, y los tíos la vendieron al primer interesado. Nunca les conté a mis padres sobre lo que experimenté aquella noche, y con el tiempo llegué a pensar que fue un mero delirio por un golpe de calor. Sin embargo, cada vez que me cruzo algún portón olvidado en un lugar donde no hay rastro de vida, me es imposible contener un escalofrío.

Por las dudas, siempre tengo como mascota un gato.

 

 

Mariana Soledad Perez, Agosto de 2021

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