Las paredes oyen
Las
paredes oyen
Las
paredes oyen todo. A diferencia de ti, que sólo eres capaz de oír con tus
oídos, pensar y respirar con el cuerpo, las paredes de una casa son como un
gran vientre, donde los alientos, latidos y voces se mezclan.
Describamos un día corriente en la mayoría de los hogares promedios de nuestra sociedad. La alarma suena en alguna habitación, normalmente en la de los padres (aunque en muchos hogares es una habitación única, y a veces la alarma es el ruidoso motor de una moto, o la música del vecino de tres cuadras más allá, que no entiende que no todos se ponen de fiesta ni bien regresas a tu casa). El recién despertado, a veces, se detiene un segundo en su lecho, tratando de no abrir los ojos, o se sienta en el borde de la cama, esperando que el piso fresco le despeje la mente y le de los deseos suficientes para vestirse y salir al trabajo. Alguien encendió la tele y puso el noticiero, donde entre las noticias de los enfermos de la pandemia, la economía yéndose al traste por millonésima vez en su vida, el divorcio de las celebridades de turno y las múltiples propagandas sobre los beneficios de algún multivitamínico, ese alguien busca alguna noticia que le sirva para enfrentar el día que inicia. Mate va, mate viene, no hay tiempo para comer nada antes de agarrar el teléfono y salir a la calle. Dentro, la pareja (normalmente la esposa), se queda para atender la casa, llevando al niño pequeño al colegio o dejando solo al adolescente rebelde, conectado a su celular, y lo encontrará en la misma posición ya fuera una o tres horas más tarde.
Las paredes oyen todo lo que haces, aunque no puedan verte, tocarte o voltear los muros formados por tu carne, hueso y órganos, y de esa manera conocer tus secretos. No son seres omniscientes, aunque sirvan como el lienzo donde escribes algún garabato o golpeas hasta hacerte sangrar los nudillos. Las historias que escuchan siempre son fragmentos incompletos, como las recortadas y editadas para ser emitidas por Netflix. Te oye discutir con alguien, y en ocasiones puede comprender el origen del enojo y la traición que reclamas, o escucharte por las noches susurrarle algún secreto que a nadie más le cuentas. Las paredes escuchan todas aquellas historias que te cuentas para poder afrontar cada día, cada paso, tal como lo hacen las demás personas de este mundo para salir adelante.
Describamos un día corriente en la mayoría de los hogares promedios de nuestra sociedad. La alarma suena en alguna habitación, normalmente en la de los padres (aunque en muchos hogares es una habitación única, y a veces la alarma es el ruidoso motor de una moto, o la música del vecino de tres cuadras más allá, que no entiende que no todos se ponen de fiesta ni bien regresas a tu casa). El recién despertado, a veces, se detiene un segundo en su lecho, tratando de no abrir los ojos, o se sienta en el borde de la cama, esperando que el piso fresco le despeje la mente y le de los deseos suficientes para vestirse y salir de la cama. Uno de los gatos abre los ojos, perezosamente, de su lugar en el lecho y bosteza sin premura alguna. Su existencia está más allá de las preocupaciones humanas, no se cuestiona la necesidad de despertarse cada día, sino solo ir hasta su platito y esperar, con mirada insistente, a que su humano le sirva.
–Ya va…
Pone la pava y le da de comer. Enciende la tele y está puesto el noticiero, donde, otra vez, confirma lo de siempre: entre las noticias de los enfermos de la pandemia, la economía yéndose al traste, el divorcio de las celebridades de turno y las múltiples propagandas sobre los beneficios de algún multivitamínico.
Después de lavarse la cara y unos mates, está listo para atender sus ocupaciones del día. El gato le sigue los pasos mientras desciende al sótano, enciende la luz y escucha el canto. Una sonrisa se dibuja en sus facciones grises, y está a punto de cerrar la puerta cuando suena el teléfono. Le cuesta unos instantes darse de cuenta de que era el teléfono de línea y no el celular, porque, ¿Quién llama hoy por teléfono, y de línea, nada menos? El canto continúa, y casi cierra la puerta, pero ante la insistencia del timbre, regresa cargando al gato en brazos.
Mira como si se tratara del objeto más ofensivo que hubiera puesto los ojos encima antes de tomarlo y atender el llamado.
–¿Hola…?
–¡Al fin atiendes!
Traga saliva y mira a la pared, donde un garabato ilegible decora la pintura amarillenta.
–¿Qué querés?
–Quiero que te largues de una vez de mi casa
Aprieta el comunicador con fuerza, conteniendo la ira que le embarga.
–Es también mi casa. También eran mis padres.
Un carraspeo al otro lado de la línea. La misma discusión siempre. Ella se había casado, tenido hijos, no tenia casa propia, la economía era mala y la casa era demasiado grande para una mujer solterona y sus diez gatos. Claro, porque haber cuidado a los padres toda su vida había sido un trabajo gratuito. Escucha sin prestar atención a las quejas, agotada de todo ese circo. Mira las pocas fotos que quedan de la familia en una de las paredes: una bisabuela desconocida, un tío fallecido, los padres. Mira el techo y la telaraña acumulada. Debería limpiarla, pero, para ser sinceros, no tenía el más mínimo interés o ánimos para hacerlo. Mucho que se levantaba cada día, atendía lo necesario de la casa, compraba lo necesario y volvía a encerrarse.
–¿Me estás escuchando?
Parpadea. No, lo la estaba escuchando. Estaba cansada de la comedia que se había convertido su vida.
–No–, contestó con sinceridad, y una sensación de alivio le embargó. Debería decir más seguido lo que pensaba,
Un resoplo de fastidio en la línea. Su hermana siempre la había considerado eso. Nunca habían sido demasiado cercanas, en parta por la gran diferencia de edad, pero también porque ambas nunca pudieron ser más diferentes una de la otra. La voz vuelve a arengar con lo mismo.
–¿Sabes qué? –la interrumpe–. Podés quedártela. Quédate con todo.
–Pero sabes que no hace falta, con que te acomodes en una pieza….
–No– volvió a callarla. Se sentía bien responder con sinceridad, lo cual le daba más ánimos–. Te la podés quedar. Yo me largo.
–¿Qué decís…? Pará….
No escuchó el resto del discurso, ya que colgó el teléfono con renovadas energías. Al poco tiempo, el ofensivo artefacto de comunicaciones volvió a sonar. Sin dudarlo, arrancó el cable de línea. Mejor. Mucho mejor.
El celular empieza a sonar y decide apagarlo. Su hermana no vivía cerca, así que, si se le ocurría aparecerse ese día, tardaría al menos unas cuatro horas. Bueno, era tiempo justo, pero no quedaba otra. Era tarde para arrepentirse.
El gato atigrado que la había estado acompañando ahora dormía sobre una de las sillas, ignorando la crisis recién sucedida. Se acercó y le acarició las orejas, suaves y cálidas. El animal ronroneó a gusto, entreabriendo sus ojos intensamente dorados.
–Ojitos de sol…
Le dejó seguir durmiendo y volvió a la habitación que había abandonado antes de la llamada. Le habría gustado estar más relajada, pero no había remedio. Encendió la luz y cerró la puerta detrás de ella. Ningún gato le había seguido esta vez.
En la habitación el canto se había silenciado, pero no era algo raro. El ave de los recuerdos cantaba solo cuando tenía ánimos, o cuando se conseguía satisfacerla con lo que deseaba. La habitación no daba mirado, no era como en las películas de terror donde cuelgan ganchos y cadenas, o retratos ajados de desconocidos, apenas iluminada por una lamparita mortecina. Ella se había encargado de iluminarla adecuadamente, había pintado las paredes de un color crema que le daba una sensación acogedora. El suelo era de color gris, y en el centro había una silla con apoyabrazos, muy cómoda, que había pertenecido a su madre. Frente a la silla, cubierto por una tela, estaba el gran espejo. Se paró delante y acarició la tela como si se tratara de un elemento que merecía la mayor reverencia, como cuando vas a misa y agachas la cabeza al recibir la ostia consagrada. Siempre sentía ese nerviosismo al retirar el paño.
Las paredes oyen todos nuestros secretos. Los espejos, en cambio, lo ven todo.
La tela cayó sin enfuerzo alguno, haciéndose un ovillo en el suelo fresco. En vez de recogerla, se sienta sobre la silla y clava los ojos en la profundidad del espejo, esperando a que el ave decida concederle la palabra. Pasa el tiempo, no sabe cuánto, quizás hayan sido horas o tal vez algunos segundos. Pero, al fin le oye, el aleteo repicando en un eco infinito, las plumas doradas brillando en la oscuridad, el pico rojo y los ojos intensamente negros como la noche más profunda. El ave de los recuerdos primero posa sus garras sobre el marco del espejo, estira el cuello y le mira fijamente, como si fuera la primera vez que se encuentran. Tal vez así fuera: había leído que, cada vez que se hundían en la oscuridad de sus espejos, esas aves olvidaban lo que habían compartido con su convocante. Ella la miro, era algo realmente triste, carecer de recuerdos.
El ave se revisó las plumas, infló el plumaje y, finalmente, le habló, no con palabras ni con voz humana, pero habló, y ella le entendió a la perfección.
–Quiero que te lleves todos mis recuerdos– dijo, sin enfrentar los ojos del ave de los recuerdos–, ¿podes hacerlo, no es cierto?
El ave asintió. Sus ojos carecen tanto de odio como de amor. Es tan solo un artífice de los dioses, un ser olvidado del mundo, que habita detrás de los espejos, de los reflejos, que una vez fuera creado para guardar la memoria de las eras. Al final, el hombre, cuando cambio la fe en los misterios divinos por las certezas de la ciencia, comenzó a olvidarles, a dejarles de dar su alimento, por lo cual muy pocas aves habían llegado hasta la presente época. Os hombres ya no necesitaban que un psicopompo recogiera sus sueños y recuerdos.
El ave de los recuerdos lanzó un trino, puro y fresco como el agua de un manantial. Alzó las alas y remontó el vuelo, abandonando su refugio especular para posarse sobre la cabeza de su invocadora. Ella apenas si siente las garras aferrarse a su cuero cabelludo, demasiado concentrada en sentir el calor fantasmal de la criatura contra su cuerpo. La embarga una sensación extraña, como si estuviera tocando aquello que nunca debió ser alcanzado por mano humana. Sin embargo, no tiene demasiado tiempo para pensarlo. El ave se puso a cantar, silenciando su conciencia.
****
Describamos un día corriente en la mayoría de los hogares promedios de nuestra sociedad. La alarma suena en alguna habitación, normalmente en la de los padres (aunque en muchos hogares es una habitación única, y a veces la alarma es el ruidoso motor de una moto, o la música del vecino de tres cuadras más allá, que no entiende que no todos se ponen de fiesta ni bien regresas a tu casa). El recién despertado, a veces, se detiene un segundo en su lecho, tratando de no abrir los ojos, o se sienta en el borde de la cama, esperando que el piso fresco le despeje la mente y le de los deseos suficientes para vestirse y salir al trabajo. Alguien encendió la tele y puso el noticiero, donde entre las noticias de los enfermos de la pandemia, la economía yéndose al traste por millonésima vez en su vida, el divorcio de las celebridades de turno y las múltiples propagandas sobre los beneficios de algún multivitamínico, ese alguien busca alguna noticia que le sirva para enfrentar el día que inicia. Mate va, mate viene, no hay tiempo para comer nada antes de agarrar el teléfono y salir a la calle. Dentro, la pareja (normalmente la esposa), se queda para atender la casa, llevando al niño pequeño al colegio o dejando solo al adolescente rebelde, conectado a su celular, y lo encontrará en la misma posición ya fuera una o tres horas más tarde.
Las paredes oyen todo lo que haces, aunque no puedan verte, tocarte o voltear los muros formados por tu carne, hueso y órganos, y de esa manera conocer tus secretos. No son seres omniscientes, aunque sirvan como el lienzo donde escribes algún garabato o golpeas hasta hacerte sangrar los nudillos. Las historias que escuchan siempre son fragmentos incompletos, como las recortadas y editadas para ser emitidas por Netflix. Te oye discutir con alguien, y en ocasiones puede comprender el origen del enojo y la traición que reclamas, o escucharte por las noches susurrarle algún secreto que a nadie más le cuentas. Las paredes escuchan todas aquellas historias que te cuentas para poder afrontar cada día, cada paso, tal como lo hacen las demás personas de este mundo para salir adelante.
Describamos un día corriente en la mayoría de los hogares promedios de nuestra sociedad. La alarma suena en alguna habitación, normalmente en la de los padres (aunque en muchos hogares es una habitación única, y a veces la alarma es el ruidoso motor de una moto, o la música del vecino de tres cuadras más allá, que no entiende que no todos se ponen de fiesta ni bien regresas a tu casa). El recién despertado, a veces, se detiene un segundo en su lecho, tratando de no abrir los ojos, o se sienta en el borde de la cama, esperando que el piso fresco le despeje la mente y le de los deseos suficientes para vestirse y salir de la cama. Uno de los gatos abre los ojos, perezosamente, de su lugar en el lecho y bosteza sin premura alguna. Su existencia está más allá de las preocupaciones humanas, no se cuestiona la necesidad de despertarse cada día, sino solo ir hasta su platito y esperar, con mirada insistente, a que su humano le sirva.
–Ya va…
Pone la pava y le da de comer. Enciende la tele y está puesto el noticiero, donde, otra vez, confirma lo de siempre: entre las noticias de los enfermos de la pandemia, la economía yéndose al traste, el divorcio de las celebridades de turno y las múltiples propagandas sobre los beneficios de algún multivitamínico.
Después de lavarse la cara y unos mates, está listo para atender sus ocupaciones del día. El gato le sigue los pasos mientras desciende al sótano, enciende la luz y escucha el canto. Una sonrisa se dibuja en sus facciones grises, y está a punto de cerrar la puerta cuando suena el teléfono. Le cuesta unos instantes darse de cuenta de que era el teléfono de línea y no el celular, porque, ¿Quién llama hoy por teléfono, y de línea, nada menos? El canto continúa, y casi cierra la puerta, pero ante la insistencia del timbre, regresa cargando al gato en brazos.
Mira como si se tratara del objeto más ofensivo que hubiera puesto los ojos encima antes de tomarlo y atender el llamado.
–¿Hola…?
–¡Al fin atiendes!
Traga saliva y mira a la pared, donde un garabato ilegible decora la pintura amarillenta.
–¿Qué querés?
–Quiero que te largues de una vez de mi casa
Aprieta el comunicador con fuerza, conteniendo la ira que le embarga.
–Es también mi casa. También eran mis padres.
Un carraspeo al otro lado de la línea. La misma discusión siempre. Ella se había casado, tenido hijos, no tenia casa propia, la economía era mala y la casa era demasiado grande para una mujer solterona y sus diez gatos. Claro, porque haber cuidado a los padres toda su vida había sido un trabajo gratuito. Escucha sin prestar atención a las quejas, agotada de todo ese circo. Mira las pocas fotos que quedan de la familia en una de las paredes: una bisabuela desconocida, un tío fallecido, los padres. Mira el techo y la telaraña acumulada. Debería limpiarla, pero, para ser sinceros, no tenía el más mínimo interés o ánimos para hacerlo. Mucho que se levantaba cada día, atendía lo necesario de la casa, compraba lo necesario y volvía a encerrarse.
–¿Me estás escuchando?
Parpadea. No, lo la estaba escuchando. Estaba cansada de la comedia que se había convertido su vida.
–No–, contestó con sinceridad, y una sensación de alivio le embargó. Debería decir más seguido lo que pensaba,
Un resoplo de fastidio en la línea. Su hermana siempre la había considerado eso. Nunca habían sido demasiado cercanas, en parta por la gran diferencia de edad, pero también porque ambas nunca pudieron ser más diferentes una de la otra. La voz vuelve a arengar con lo mismo.
–¿Sabes qué? –la interrumpe–. Podés quedártela. Quédate con todo.
–Pero sabes que no hace falta, con que te acomodes en una pieza….
–No– volvió a callarla. Se sentía bien responder con sinceridad, lo cual le daba más ánimos–. Te la podés quedar. Yo me largo.
–¿Qué decís…? Pará….
No escuchó el resto del discurso, ya que colgó el teléfono con renovadas energías. Al poco tiempo, el ofensivo artefacto de comunicaciones volvió a sonar. Sin dudarlo, arrancó el cable de línea. Mejor. Mucho mejor.
El celular empieza a sonar y decide apagarlo. Su hermana no vivía cerca, así que, si se le ocurría aparecerse ese día, tardaría al menos unas cuatro horas. Bueno, era tiempo justo, pero no quedaba otra. Era tarde para arrepentirse.
El gato atigrado que la había estado acompañando ahora dormía sobre una de las sillas, ignorando la crisis recién sucedida. Se acercó y le acarició las orejas, suaves y cálidas. El animal ronroneó a gusto, entreabriendo sus ojos intensamente dorados.
–Ojitos de sol…
Le dejó seguir durmiendo y volvió a la habitación que había abandonado antes de la llamada. Le habría gustado estar más relajada, pero no había remedio. Encendió la luz y cerró la puerta detrás de ella. Ningún gato le había seguido esta vez.
En la habitación el canto se había silenciado, pero no era algo raro. El ave de los recuerdos cantaba solo cuando tenía ánimos, o cuando se conseguía satisfacerla con lo que deseaba. La habitación no daba mirado, no era como en las películas de terror donde cuelgan ganchos y cadenas, o retratos ajados de desconocidos, apenas iluminada por una lamparita mortecina. Ella se había encargado de iluminarla adecuadamente, había pintado las paredes de un color crema que le daba una sensación acogedora. El suelo era de color gris, y en el centro había una silla con apoyabrazos, muy cómoda, que había pertenecido a su madre. Frente a la silla, cubierto por una tela, estaba el gran espejo. Se paró delante y acarició la tela como si se tratara de un elemento que merecía la mayor reverencia, como cuando vas a misa y agachas la cabeza al recibir la ostia consagrada. Siempre sentía ese nerviosismo al retirar el paño.
Las paredes oyen todos nuestros secretos. Los espejos, en cambio, lo ven todo.
La tela cayó sin enfuerzo alguno, haciéndose un ovillo en el suelo fresco. En vez de recogerla, se sienta sobre la silla y clava los ojos en la profundidad del espejo, esperando a que el ave decida concederle la palabra. Pasa el tiempo, no sabe cuánto, quizás hayan sido horas o tal vez algunos segundos. Pero, al fin le oye, el aleteo repicando en un eco infinito, las plumas doradas brillando en la oscuridad, el pico rojo y los ojos intensamente negros como la noche más profunda. El ave de los recuerdos primero posa sus garras sobre el marco del espejo, estira el cuello y le mira fijamente, como si fuera la primera vez que se encuentran. Tal vez así fuera: había leído que, cada vez que se hundían en la oscuridad de sus espejos, esas aves olvidaban lo que habían compartido con su convocante. Ella la miro, era algo realmente triste, carecer de recuerdos.
El ave se revisó las plumas, infló el plumaje y, finalmente, le habló, no con palabras ni con voz humana, pero habló, y ella le entendió a la perfección.
–Quiero que te lleves todos mis recuerdos– dijo, sin enfrentar los ojos del ave de los recuerdos–, ¿podes hacerlo, no es cierto?
El ave asintió. Sus ojos carecen tanto de odio como de amor. Es tan solo un artífice de los dioses, un ser olvidado del mundo, que habita detrás de los espejos, de los reflejos, que una vez fuera creado para guardar la memoria de las eras. Al final, el hombre, cuando cambio la fe en los misterios divinos por las certezas de la ciencia, comenzó a olvidarles, a dejarles de dar su alimento, por lo cual muy pocas aves habían llegado hasta la presente época. Os hombres ya no necesitaban que un psicopompo recogiera sus sueños y recuerdos.
El ave de los recuerdos lanzó un trino, puro y fresco como el agua de un manantial. Alzó las alas y remontó el vuelo, abandonando su refugio especular para posarse sobre la cabeza de su invocadora. Ella apenas si siente las garras aferrarse a su cuero cabelludo, demasiado concentrada en sentir el calor fantasmal de la criatura contra su cuerpo. La embarga una sensación extraña, como si estuviera tocando aquello que nunca debió ser alcanzado por mano humana. Sin embargo, no tiene demasiado tiempo para pensarlo. El ave se puso a cantar, silenciando su conciencia.
Ya atardecía cuando Luisa al fin abrió la reja de la casa familiar. El tren se había demorado por un piquete, el colectivo había agarrado todos los semáforos posibles y tardo casi veinte minutos en encontrar las llaves. La ansiedad le hacía transpirar los dedos, por lo cual le costó otros minutos meter la llave y abrir la reja. Los vecinos la miraron desde sus ventanas con cierta animosidad, pero no podía darles atención: tenía que saber si Erika no había hecho alguna locura. Recién cuando llegó hasta la puerta de entrada de la casa se dio cuenta de que uno de los gatos maullaba insistentemente para que lo dejaran entrar. No era que le molestaran, pero en ese momento tuvo ganas de sacarlo a patadas. Abrió la puerta y, para su sorpresa, no tenía llave.
–¿Erika? – llamó. La tele estaba prendida, y en la mesa del comedor estaba el mate, listo para ser cebado. De la cocina se oía el ruido del agua.
–¿Eri? – volvió a llamar. El gato que había entrado con ella corrió a la cocina, y lanzó un maullido. Haciendo acopia de fuerzas, Luisa se asomó a la cocina. Ahí estaba Erika, recién bañada, acariciando al gato mientras le daba de comer.
–Ah, hola, Luisa– la saludó, sonriendo. Su hermana se quedó quieta unos minutos, sin saber cómo reaccionar. No recordaba la última vez que había visto sonreír a Erika, y era una pena, porque su sonrisa era contagiosa–. ¿Viniste de visita?
Luisa sintió la furia hervirle dentro, ¿Qué carajo le pasaba a Erika?
–¡Te llamé como cien veces desde que me cortaste! ¿Por qué no me atendías?
–Ah–, repuso ella, poniéndose derecha–. Es que el gato me cortó el cable, y me había quedado sin batería en el celu…
–¿Todo el día?
–Hoy amanecí con migraña. Me acosté un rato, y cuando me di cuenta, ya eran como las cinco– respondió Erika, mirándola sin perder la sonrisa. Había algo nuevo en sus ojos, pero Luisa estaba demasiado enojada como para fijarse –¿Queres un té?
Luisa resopló.
–¿Sabes qué? Dale– dijo, y solo entonces se dio cuenta que todavía tenía las llaves en la mano. Volvió al comedor y se sentó en una silla, notando la ausencia de la silla de su madre–¿Qué pasó con la silla alta?
–Ah, la vendí. Demasiados recuerdos…
–Qué lástima. Era una buena silla.
Erika volvió con una taza limpia y buscó la caja de los tés. Luisa escogió un chai y aspiró su aroma especiado mientras esperaba a que se asentara. Miró a su hermana, quien tomaba mate como si nada.
–Entonces…
–¿Cuándo se van a mudar? – la interrumpió Erika, mientras cambiaba de canal.
–¿… no hay problema, entonces?
Erika se volvió a mirarla, sonriendo nuevamente. Había algo extraño en su sonrisa, en cómo le brillaban los ojos y en la forma que enfrentaba su mirada.
–Para nada– respondió, volviendo los ojos a la televisión. El escándalo de la pareja famosa se había terminado.
Luisa sintió un escalofrío, pero no dijo nada. Tal vez, estaba demasiado cansada, pensado en cosas que su imaginación inventaba. Lo bueno era que ahora tendría un hogar para su familia.
Desde algún lugar de la casa, se oyó un extraño trino. Luisa alzó los ojos, buscando el origen, ¿acaso Erika había adoptado un pájaro, con todos esos gatos?
–Viene de afuera–, dijo Erika sin volverse a verla. El trino se repitió, más cercano. Parecía provenir de un pequeño espejo de mano, que parecía olvidado en la mesa. Entonces, un aleteó resonó en las paredes, en las ventanas, en los cimientos de la casa. Luisa sintió el corazón salírsele por la boca. Sin embargo, Erika siguió inmutable, atenta a la noticia sobre el aumento del dólar.
–Esta casa está llena de ruidos raros. Le voy a pedir a mi cuñada que me traiga agua bendita cuando vaya a Luján.
Se tomó el té de un trago y se levantó de la mesa.
–Mañana mismo me pongo en campaña para la mudanza. Te aviso cuando esté todo listo.
–Dale–dijo Erika, y la despidió.
Las paredes tienen oídos, y registran todos lo que decimos en su presencia.
Los espejos, en cambio, ven todo lo que hacemos. Y, detrás de su superficie, un ave de los recuerdos se alimenta de ellos.
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