DESCRIPCIÓN DE UNO MISMO (9/8/22)



¿Qué tipo de descripción debería hacer? ¿Cómo debo encarar esta tarea, cuando dentro de una misma persona se guardan múltiples identidades, según el espejo y el momento en que uno decida encararla?
Por ejemplo, podría utilizar la selfie que me pidió la aplicación del banco para validar mi identidad:
Una mujer de rostro cansado y de pocos amigos, cejas y ojos oscuros, el castaño cabello atado en una cola de caballo. La luz ilumina desde arriba ese rostro macilento y marcado por el acné, resaltando las ojeras y las líneas de la papada. El ojo izquierdo parece más caído que el derecho. Los labios están cerrados, con cierto aire de fastidio. En la base del cuello, justo en el hueco donde comienza, un lugar oscuro y bulboso se destaca sobre esa piel grisácea.
O podría escoger una de las pocas fotos que hay de mi infancia (hace treinta años, cuando no existían los celulares y ni siquiera teníamos línea de teléfono en casa, para tener una foto o recurrías a un fotógrafo o sacabas con una cámara, para la cual debías comprar los rollos de doce, veinticuatro o treinta y seis fotos, llevarlos a un centro de revelado, rogando que hayan salido bien y no se hubieran velado):
Hay una linda foto de cuando tenía cinco años e iba al preescolar. En esa foto, estoy sentada sobre el regazo de la maestra (no recuerdo su nombre), vistiendo el delantal bordó de la escuela, y llevo el castaño cabello, lacio y brillante, atado en dos colitas y flequillo. Tengo la piel blanca y las mejillas algo sonrosadas, y los ojos llevan la misma expresión de sorpresa con mezcla de ausencia que de costumbre. La niña de la foto no está mirando directo a la cámara, sino que mira a la maestra, con los labios a medio pronunciar la frase que nos hacían decir para simular la sonrisa, “whisky”. Es una niña bonita, mas no hermosa.
Revolviendo entre los recuerdos, encuentro otra foto, de los once años, también sacada en la escuela:
Cola de caballo, guardapolvo blanco, debajo asoma un buzo azul de gimnasia, sonriendo sin mostrar los dientes chuecos que ni la ortodoncia conseguirán enderezar. Es un rostro de piel blanca, todavía sin las marcas del acné que comenzará a aquejarme desde los doce, y se nota el busto que comenzó a crecerme a los nueve años. La expresión entre melancólica y ausente sigue presente.
Casi no hay fotos de mi adolescencia. Muchas las tiré a la basura, lo que seguro sigue existiendo es mi álbum de los quince, pero es algo que más les entusiasmaba a mis padres que a mí.
En esas fotos visto el esperado vestido (aunque tuve la rebeldía de pedirlo en color azul), el maquillaje, la coronita y sonrisas con la boca cerrada, para no dejar en evidencia la ortodoncia.
Regresando al presente, busco una de las pocas selfies que me he sacado por iniciativa propia:
La foto tiene más o menos un mes, y me la saqué acostada en la cama. Tengo el ojo izquierdo cerrado, el cabello desgreñado y la boca haciendo un mohín: mi gata Jenny, en un arranque de cariño, decidió lamerme la mejilla. Quien tenga gatos, sabe lo rasposa que son las lenguas de esos animales, y lo volátiles que son sus comportamientos. En la foto sigo teniendo ojeras, se puede ver la línea de la papada y la piel es de un blanco que brilla con esa oleosidad del acné que se niega a marcharse a pesar de la edad.
Una anciana, una niña, una preadolescente, una quinceañera y una adulta. Describir con verdadera atención y ánimos llevaría más tiempo del que realmente le quiero otorgar a la tarea. Además, tan solo he rozado la superficie de cada uno de esos retratos. No me he metido en sus mundos, no he forzado la barrera y contar que:
-la anciana estaba cansada de tener que pelearse con la maldita aplicación para poder pagar los servicios
-la niña tenía la cola paspada, porque todavía seguía usando pañales a la noche
-la preadolescente odiaba que le su madre le contara todo el mundo que ya menstruaba
-la quinceañera hubiera preferido quedarse en casa, y ahorrado el gasto a su familia
-la adulta ya no sabe cómo escribir
Pero los demonios que guarda cada retrato es preferibles dejarlos allí. Dejarlos en sus jaulas de recuerdos amarillos, en las fotos capturadas y olvidadas, en las lágrimas derramadas, y en las risas que resuenan en el fondo de algún recuerdo, tan vago que ya es confundido con los sueños. Dejemos a esas personas en sus propios mundos, no les molestemos. 
Es mejor así.
 
 


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