Buenos Aires en los años 30- cuento


–¿No toma mate usted?
Ardeal levantó la cabeza con cierta morosidad, como si le costara reconectarse con la realidad que le rodeaba. La nota de CRITICA era lo que hacía por lo menos una hora lo tenía bastante entretenido: habían encontrado a una joven costurera degollada frente a las puertas del Jardín Botánico, en Plaza Italia. Un conductor de un mateo fue quien descubrió el cuerpo de la pobre chica, a la cual le habían abierto el cuello de un lado al otro, emulando una macabra segunda sonrisa. El ilustrador del diario – CRITICA no había conseguido enviar un fotógrafo a tiempo – no había escatimado ni en truculencia ni en sensualidad al retratar a la víctima: el cuerpo aparecía en la portada tumbado boca arriba, las piernas separadas y los brazos abiertos, como invitando a un último abrazo….
–No–, respondió el rumano, en un castellano con marcado acento. Su interlocutor era otro de los empleados del subte, aunque provenía de alguna provincia del interior del país, como muchos otros. Tenía los dedos engrasados, el mono sucio y la cara negra. Los ojos, enrojecidos por la vida bajo tierra. A pesar de ser todavía bastante joven, estaba medio sordo.
Ambos trabajaban como jornaleros en la flamante línea de los Hermanos Lacroze, a cuya fundación asistió el mismo presidente Uriburu, el pasado diecisiete de octubre.
–Seguro que la mató su cafisho– repuso el que tomaba mate, haciendo una pausa para encender un cigarrillo. Comenzó a intercalar las chupadas de bombilla con las del pucho.
Ardeal volvió a leer. El español todavía se le resistía, más con la particular entonación de los porteños.
–… Dice que detuvieron al novio de la joven, Richard.
–¡Ah! – exclamó el fumador–¡¿No le dije?! ¡A ese lo conocen todos en Palermo! Es de la peor calaña…
El chirrido de una formación ahogó el resto del discurso. La lamparita incandescente parpadeó al balancearse sobre sus cabezas. Ardeal percibió, como un ligero roce, el calor que recorría las vías.
–… lo que no entiendo es cómo es que usted no transpira… ¿No es que en Roma hace frío?
–Rumania–le interrumpió Ardeal, doblando el diario. Era evidente que su momento de descanso se había terminado.
–¿Dónde queda eso?
–Cerca de Polonia…
–¡Ah! Gaspar, el del turno de la mañana, es hijo de un polaco…
El hombro continuó con una perorata sobre la hermosura de las polaquitas en el puerto, que por pocos centavos se dejaban meter mano y más.
El rumano lo escuchó simulando atención. Hacía muchísimo tiempo que había olvidado el placer de la carne, o el deseo físico por otro ser vivo. Su condición le hacía incapaz del coito, y la comida le sabía a nada.
Solo aquel elixir, tibio, brillante y aromático era capaz de hacerlo salir de su sopor, de despertar en su cuerpo un deseo, como la memoria de una fiebre, que impulsaba sus pasos cuando era tiempo. 
¡Y había sido tan fácil alimentarse en esa ciudad, cargada de almas tristes, que vagabundeaban por los puertos, bares, en busca de ganarse la vida! Los bares llenos de buscavidas, los puertos llenos de marineros sin barcos, las chicas en los balcones, invitando a su cama, recordando a quien les rompió el corazón…
Pero, esta vez se había excedido. La chica era flaquita, con piernas como palitos, el pelo negro, el cuello corto. No le costó mucho seguirla por las calles vacías, y darse el festín que tanto había necesitado para seguir subsistiendo. Le abrió el cuello con la navaja con la cual cortaban los cables en el subterráneo, y se marchó, dejándola como una paloma que había sido impactada por el piedrazo de alguna gomera.
–¿Le gusta el fútbol, al menos? ¡Qué Mundial, por favor! ¡Esos uruguayos no se merecen el título!
Ardeal le miró de soslayo.
–Me gusta Chacarita.
Eso hizo que al provinciano se le iluminara la cara.
–¡Ah! ¡Stuchetti se lució! Pero el Mundial hizo que se suspendiera el campeonato. Sino, seguro que el resultado era otro.
El rumano lo miró apagar el cigarrillo en el cenicero de lata, asintiendo.
Habría sido tan sencillo despachar a ese miserable… pero eso resultaría en perder un lugar tan cómodo, en el cual a nadie le importaba su marcada palidez, o sus ojos inyectados de sangre. Todos los que allí trabajaban, salvo los jefes, eran espectros ambulantes.
–A ver si mueven el culo ustedes dos– les bramó el capataz desde la puerta de la oficinita.
–¡Ya va, patrón! – dijo el provinciano, parándose de un salto. El rumano, por su parte, se levantó con felina agilidad, sin prisa. El gemido del tren volvió a dejarse oír, y las luces se apagaron por unos segundos.
–Tan sencillo…

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